La bendición de Benedicto XVI


Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi iglesia.
Mat. 16, 18



El amor entre las personas no es fácil. Y para que crezca necesita apoyo, reciprocidad. Mimarlo y, como dicen muchos, echarle agüita para que eche raíces…

Faltaban pocos minutos para los doce. Nos acercábamos a la Plaza de San Pedro, y mientras caminaba por la ciudad del Vaticano fijaba la mirada en los puestos ambulantes, en las tiendas de los alrededores donde venden estampitas de santos y más santos, angelitos y vírgenes, iconos y hasta portales de Belén. Había un gran jolgorio.

Al llegar a la Plaza de San Pedro, las fuentes bulliciosas compartían el momento con el Obelisco, con las columnatas rematadas sobre las que se asientan más de cien santos. Con grupos de niños adoctrinados, algunos pertenecían a grupos de boy scouts, otros a colegios, iban uniformados y llevaban unas boinas de tonos vivos que los distinguían. Gente de todas las edades habían recorrido largos caminos para escuchar al Santo Padre, con banderas de diferentes colores. Me alegré al ver varias de España.

Alrededor la belleza que propició el Papa Julio II, el papa que ordenó a Miguel Ángel los frescos de la bóveda de la Capilla Sixtina, el que quiso devolver a la Iglesia su poder y su belleza o según dicen las malas lenguas superar al papa Borgia, su antecesor. En una de las pancartas se podía leer:

-Sulla Tua Parola getteremo le reti.

Todos esperábamos ansiosos la bendición de Benedicto XVI.

Y sin querer me acordé de Juan Pablo II, aquel gran hombre que actuaba con la emoción, que tenía una mirada que tocaba la voluntad.

Un chico al lado mío hablaba por el móvil:

-Una experiencia interesante.

Le decía a su novia o tal vez a su madre. Y de pronto desde la segunda ventana, de la derecha del Palacio del Papa, comienzan unos movimientos, se coloca un estandarte. Todos aplaudieron excitados, deseosos de ver lo que iba a ocurrir.

Los niños dejaron de jugar y cogidos de la mano empezaron a rezar. Se escuchaban diferentes idiomas al mismo tiempo. Yo entendí algo sobre la gloria de Dios, sobre la Felicidad y la Familia.

Por fin apareció el Papa con los brazos abiertos, afable, cercano. Todos gritaban su nombre con gran convicción, agitaban su manos como respondiendo el saludo. Él subía y bajaba el tono de su voz, sonaba dulce y a lo lejos parecía que sus ojos buscaban las miradas. Escuchaba con atención cada palabra y poco a poco aquel acto me produjo una gran impresión. Expresó su preocupación por las víctimas del hambre, las injusticias y las violencias que golpean a los niños en África, el continente que iba a visitar en unos días. Una visita que al final terminó enlutada por la muerte de dos chicas angoleñas, unas horas antes del encuentro con los jóvenes.

Confieso que nunca me ha gustado el aspecto de Benedicto XVI, también es cierto que alcanzar el carisma de su antecesor era difícil. Me parece un hombre sin alma, despojado de gracia como si le costara sonreír. Un hombre poco afortunado, con un equipo que ha decepcionado a muchos. Un hombre intransigente y envuelto en críticas, últimamente por sus alegatos desafortunados sobre el preservativo. Siempre en el ojo del huracán como si el Espíritu Santo lo hubiese abandonado.

Invoca a María con palabras en latín. Se escuchan voces cantando mientras da la bendición. Yo sacudí mis manos igual que si estuviésemos manteniendo un diálogo y en silencio y con los ojos llorosos, a solas conmigo pensé en las cosas serias de la vida, en lo que simboliza. Él terminó dando las gracias en varios idiomas, parecía sentir un gran afecto por todos nosotros. Los fieles no dejaban de exclamar su nombre, de entonar canciones, de aplaudir.

Estuve un buen rato sumida en pensamientos, en mi infancia y en las enseñanzas religiosas de aquellos días.

Autora: Rosario Valcárcel

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